Eduardo Claure
Todos los medios, incluyeron en estos días, titulares basados en lo dicho por el presidente de la Comisión Mixta de Justicia Plural “que no tienen pruebas suficientes de que Jeanine Añez haya ejercido la jefatura de Estado, esperando que las instancias remitan a la ALP esas pruebas”. Semejante aseveración fue rebatida por políticos, investigadores, juristas y, según vox populi, el país sabe que ella fue presidenta del 12 de noviembre de 2019 al 8 de noviembre de 2020: sucesos confirmados por organismos internacionales de peso mundial y regional, en sendos informes. Toda esta negación de la verdad para negar caso de corte en los juicios que le sigue el gobierno a la expresidenta del Estado Plurinacional.
La existencia de la corrupción produce, entre otros efectos sociales, la percepción generalizada de ineficiencia y pérdida de legitimidad de los órganos de servicio, representación y del gobierno: la percepción de ineptitud de la gestión pública. A esta impresión le sigue, inevitablemente, el sentir general de pérdida de la confianza en la política y la administración, lo cual tiene a su vez consecuencias en lo económico (fiscalidad, inversión, emprendimiento, atracción de talento), lo social (indignación popular, crisis de la autoridad, fractura social y territorial) y en el comportamiento participativo de la ciudadanía: desafección política, descrédito institucional, virajes electorales, populismo exacerbado y otros. No se puede decir entonces que una “nueva política de justicia”, haya venido a sustituir por fortuna a la vieja justicia neoliberal, porque la política no existe cuando la mayoría ha dejado de creer en ella y lo que ha venido puede ser cualquier otra cosa: la degradación de una justicia cada vez más aberrante y criminal.
El reto en nuestro contexto político, debe ser ante estos hechos, la recuperación de la confianza, mediante la lucha contra la corrupción y la devolución del sentido de eficiencia y legitimidad que debe acompañar al entramado institucional de un nuevo régimen democrático. Pero si el mal de la corrupción es hoy por hoy uno de los principales indicativos de la falta de justicia, no se puede ignorar que, en este mal, y por lo tanto en la injusticia, tienen un papel destacado como causa la mentira y la ocultación de la verdad, tanto más graves en sus efectos generales cuanto más se producen en el seno de la vida pública y sus instituciones, como los partidos, los sindicatos, la administración, el gobierno y las magistraturas del Estado. La justicia tiene que ver con la verdad, y en cierto sentido es la victoria de la verdad. La verdad, y concretamente las virtudes de la verdad, que están relacionadas con la confianza. En este sentido, nuestra consigna debiera ser: cuanto más grande la transparencia en un Estado más grande también su resistencia a la corrupción y por ende a la injusticia. La clase política en movimiento por una mejor justicia, debiera pensar en ello.
En política, como en la acción por la justicia, la verdad es la verdad de los hechos y esta verdad no es de un solo filo, ni menos un asunto neutral, aunque ser imparcial sea inherente a la justicia. La verdad, en la acción pública, no es la verdad semántica o lógica, ni la verdad transcendental o moral. Pero combina algo de unas y otras, es decir, de la verdad teorética y de la verdad práctica. En la esfera pública la verdad no es el relato llano de lo evidente, sino este doble compromiso con lo propio de la certidumbre del conocimiento teórico y lo propio de la del conocimiento moral. Así, de un lado es el compromiso con la certeza y de otro con la veracidad -el presidente de la comisión aludida, ignora a propósito la verdad de los hechos y la suplanta con una descarada falsedad- en cuanto a lo primero, viene a ser equivalente a ponerse al servicio de la objetividad: decir la verdad de los hechos requiere evitar al máximo la subjetividad y todo amago de prejuicio o voluntaria tergiversación. Que la objetividad no pueda ser a menudo completa es algo que no debe hacer renunciar a ella. Sería renunciar a la verdad misma, pues un interés por la objetividad ya presupone un interés por la verdad. Por otro lado, la verdad exige un compromiso práctico con la veracidad. ¿De qué sirve, por ejemplo, la gratitud sin un práctico “mostrarse agradecido? ¿O la justicia, sin la práctica disposición a ser justo? Del mismo modo: ¿de qué sirve la verdad, o el “decir según la verdad”, sin un “decir en verdad”, o lo que es lo mismo, sin la veracidad por nuestra parte? La veracidad no impide la ignorancia ni el error, pero si la actitud contraria a la verdad. Es ésta la actitud que se refleja en conductas tales como la falsedad, el silenciamiento, el engaño, el autoengaño, la prevaricación o el falso testimonio: estos los elementos de la conducta del presidente de la Comisión Mixta de Justicia Plural de la ALP.
A la demagogia populista y la autocracia no les interesa la verdad ni creen en ella. En la puerta de entrada del campo de concentración y exterminio de Auschwitz figuraba en letras forjadas: “El trabajo hace libre”. En ningún campo nazi de concentración o campo estalinista de trabajo se hubiera escrito en el portal: “La verdad hace libre”. La verdad es y sólo puede ser para la dictadura y el populismo una mentira dicha muchas veces. “La mentira es la verdad” es el lema del gran Ministerio de la Verdad, el “Miniver”, imaginado por George Orwell en su 1984, él, luchador antifascista y escritor antiestalinista. Trotski, el decisivo camarada de Lenin, dijo: “La verdad es revolucionaria”. Pero irónicamente este revolucionario fue borrado de la historia por el régimen totalitario y nunca fue verdad que Trotski existiera.
La pregunta radical es entonces si la mentira y la ocultación son “inherentes” a la política. Realistas y pesimistas dicen que sí. De hecho, siempre se atrapa a políticos y funcionarios públicos mintiendo. Saben, no obstante, disimular su impostura, pero al final ésta no pasa por desapercibida y mentir les cobra factura. El político no sólo no debe mentir, sino que ha de decir la verdad. No ocultar. Es por una cuestión ante todo de principio: en democracia, y por ética, mentir está mal. Pero también por las consecuencias que se siguen de mentir: se pierde la credibilidad, y por lo tanto la confianza en el cargo público que oculta la verdad. No le volveremos a creer cuando afirme o niegue algo en adelante. Aunque conserve el poder, no tendrá autoridad. Recuérdese que el presidente norteamericano Richard Nixon tuvo que dimitir en 1974 por haber mentido, al igual que Bill Clinton lo hubiera hecho en 1998 si no le hubiera salvado in extremis el Senado (1999). Y mentir está mal por una razón añadida de tipo más personal: mentir siempre es una muestra de debilidad, la de quien no tiene la integridad personal -ni la capacidad- para mostrarse tal cual hace o siquiera para explicar y excusar ese comportamiento que, en su debilidad, le resulta más fácil ocultar. Quién miente es porque tiene un gran enemigo: él mismo. Este gobierno, trabaja mintiendo, ocultando la verdad, es su propio enemigo.
En los países con andar democrático y de tradición protestante el hecho de mentir o el de ocultar es motivo de censura moral y particularmente una causa de dimisión si lo ha cometido en cargo público. En otros se soporta la corrupción y hasta se vota a los corruptos, gobernando partidos corruptos. Pero no se soporta a los embusteros. La corrupción hace cómplices y beneficiarios a unos, y ciudadanos indignados al resto. Pero la mentira nos haría a todos idiotas; súbditos, definitivamente. Parece como si los embusteros se rieran en la cara del ciudadano y esa burla es algo que irrita más que la estafa. En estos contextos es corriente decir que la mentira es inherente a la política. Pero hay que contraponer a ello que lo empíricamente apropiado es decir que la mentira es frecuente o poco infrecuente; no se puede decir, ni se debiera decir, en congruencia con lo esperado de la política, que la mentira es algo connatural a ella. La democracia, al menos, depende de la verdad y de mostrar una actitud veraz. Por ello urge cambiar el sistema de justicia corrupta y a sus siniestros operadores.
Recordemos el caso de la acusación internacional contra el dictador chileno Pinochet por sus crímenes. No valieron las verdades oportunas ni la ocultación de datos a cargo de sus defensores. No resistieron mucho tiempo. El lema de los familiares de desaparecidos durante su mandato, a partir de 1973, fue “Justicia y verdad”, y ésta salió vencedora. Como va siendo así, desde 1977, en la lucha de las Madres de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y del premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, por recuperar, bajo la consigna “Memoria, Verdad y Justicia”, las víctimas del dictador argentino Videla. La verdad de los hechos suele acabar saliendo a la superficie. En vano resulta hipotecar el nombre de una persona, un colectivo o un país por algo que no tardará mucho tiempo en salir a la luz. Nos viene por ello a la memoria la obra de León Tolstoi La muerte de Iván Illich, en que el personaje es un aparente triunfador que oculta sin embargo a un cadáver viviente. Pues lo mismo hace el personaje de la vida pública que miente u oculta la verdad. Puede que sea un ejecutivo activo y poderoso, pero es, para la verdad, otro muerto viviente, y un intruso que profana el templo del interés público.
Un Estado democrático tendría que ser el primero interesado en sacar a la luz sus propios abusos en relación con el derecho y el deber de mantener ciertos hechos y datos en secreto. Cuando no lo hace, por ejemplo, para ocultar sus episodios de fraude político, guerra sucia, crímenes, narcotráfico o corrupción, se comporta como otro cualquier Estado autocrático, y la historia lo enterrará en las mismas fosas del olvido que él mismo cavó para sus víctimas. En conclusión, la información y la transparencia, con sus respectivos derechos y deberes, son factores clave para la regeneración y recuperación de la confianza ciudadana en nuestra sociedad e instituciones afectadas por la corrupción y el apoyo de ésta en la ocultación y la mentira. El compromiso con la verdad es, pues, una tarea clave de la acción de la justicia en nuestra sociedad: tarea en la que debieran estar la clase política y la sociedad civil organizada.