Eduardo Claure
Los usos estatales de la violencia como parte del poder político en América Latina pasada la guerra fría, se han afianzado, a pesar de que se había creído a las dictaduras como algo superado. La reorganización estatal, hoy, tiende a “normalizar” y extender el Estado de Excepción, sus rasgos fueron implantados en los países latinoamericanos en los años 70 a través de golpes militares, dictaduras y gobiernos fraudulentos; en la actualidad, sin renunciar por completo a esos recursos, opera principalmente por los mecanismos “sordos” de exclusión radical que implican formas igualmente violentas. Frente al discurso legalista pero excluyente del Estado, este transgrede una y otra vez el propio derecho en contra de los excluidos del poder político: la oposición. El Estado es solamente un poder que guarda en su seno posibilidades secretas y terribles que a veces más, a veces menos, disimulan o moderan un poder al que hemos de enfrentar, que hemos de civilizar, controlar, tener a raya e impedirle en todo momento que sea lo que debe ser por su naturaleza: puro poder, estatal, total y cruel. Si la democracia no puede estar a la altura del sistema de valores establecido por ella misma, entonces, qué democracia se busca, ¿cuándo en la actualidad a nombre de esta se aplican diversas formas de tortura? Según la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura, ésta consiste en todo acto por el cual se cause intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. Así pues, la tortura, desde su propia definición, no se cataloga como una conducta irracional o una suerte de aberración perversa de ciertos sujetos disfuncionales sino como una política estatal orientada a la obtención de información, al castigo, a la intimidación o a la discriminación de determinados grupos o personas. Es decir, la práctica de la tortura comporta una decisión política que es asumida desde el Estado como parte de sus mecanismos represivos institucionales.
En principio, parecería que la decisión política de torturar sería exclusiva de Estados autoritarios y resultaría incompatible con el Estado de Derecho democrático, cuya legislación la prohíbe explícitamente. Sin embargo, la historia reciente y el estado actual de los derechos humanos en la región desmienten esta hipótesis. La expansión de las democracias globalizadas no ha desalentado la decisión política de torturar sino todo lo contrario y nos enfrentamos hoy incluso a la exposición mediática y desvergonzada de dichas prácticas, frente a la tolerancia y complicidad de la más orgullosa democracia, como es la del “proceso de cambio” o del “socialismo del siglo XXI”, como un fenómeno rayano al terrorismo de Estado y sus secuelas, por sus repercusiones en el contexto actual, que se considera “democrático”. Como en la época de las dictaduras, puede haber tortura sin desaparición, como lo muestran la mayoría de los sistemas penales, pero no hay desaparición sin tortura, y casi invariablemente ésta ocurre en su dimensión estrictamente física y directa. Debe existir como práctica sobre los cuerpos para someterlos y crear terror. El tormento físico directo e ilimitado no es sólo una de las tantas caras de la desaparición de personas sino su núcleo medular porque es lo que permite diseminar el terror dentro y fuera del campo, a la vez que alimenta el dispositivo “desaparecedor”. Aunque en algún caso no se hayan efectivizado de esta manera, aun en ese caso, el terror y la mayor parte del padecimiento psíquico del prisionero en la situación de desaparecido provienen precisamente del hecho de que puede ser objeto de cualquier cosa en cualquier momento, es decir, del hecho efectivo y la posibilidad permanente de la tortura ilimitada y la muerte como consecuencia.
La tortura es un mal muy antiguo como política represiva del Estado, y alcanza su máxima expresión en la desaparición forzada. El fenómeno “desaparecedor” puede remontarse al nazismo y, aunque existe una continuidad histórica entre éste y las prácticas previas de la Europa colonial y liberal del Siglo XIX, Auschwitz es un verdadero parteaguas. Auschwitz es, sin duda, el modelo paradigmático de desaparición de los Otros, haciéndolos literalmente humo, dentro del cual la tortura, en todas sus formas, fue un elemento clave. Y fue paradigmático porque desapareció a millones -pero no sólo por el número de afectados-, sino porque quiso desaparecer a pueblos enteros -como los judíos y los gitanos-, pero no sólo a los diferentes étnicamente, sino también a los diferentes sexualmente, sanitariamente o políticamente; la maquinaria “desaparecedora” de Auschwitz, al querer borrar toda diversidad, puede entenderse como un intento de desaparición de la humanidad misma; en el caso boliviano, los gritos de “ahora sí, guerra civil”, rememoran, los alcances de esas intenciones demenciales para un país en el que se implantó un paradigma de proceso de cambio con una democracia participativa y directa. En el contexto de la Guerra Fría, muchos Estados de América Latina retomaron ese imaginario “desaparecedor”, con los disidentes políticos y, como sucedió en Guatemala, aquí en Bolivia también, con un fuerte componente étnico o racial. Adoptaron así, en Guatemala, El Salvador y hoy en Nicaragua como política represiva estatal, el uso de la desaparición forzada y la tortura ilimitada, que les resultó muy eficiente en el aniquilamiento de cualquier opción política alternativa a los planes políticos de turno. Hoy asistimos a su ampliación en el contexto de la llamada guerra global. La guerra, ya sea global (Rusia-Ucrania), imperial o interna, parece ser altamente funcional a la desaparición de grupos enormes de la población y al uso indiscriminado del tormento, y lo novedoso es que ésta puede coexistir con las democracias e incluso plantearse como estrategia de defensa de las mismas, como en el caso boliviano: persecución judicial-policial para “salvar la democracia del proceso de cambio”.
Se configura así un nuevo orden, en el que cada vez aparece más claramente no la cancelación del Estado de Derecho, como se suele afirmar, sino la superposición de éste con un Estado de Excepción. El Estado de Derecho democrático, respetuoso de las garantías individuales rige para unos, entre los que están los bienpensantes y librepensantes, a los que les ampara incluso el derecho al disenso; a la vez, ese mismo Estado Plurinacional “democrático”, ampara la excepcionalidad, se erige como Estado de Excepción asesino y torturador con respecto a otros: políticos, periodistas, intelectuales, empresarios, defensores de los derechos humanos, académicos, religiosos; mientras, terroristas (grupos de choque paraestatales), delincuentes, narcotraficantes, contrabandistas o sencillamente militantes violentos interculturales -avasalladores-, se mueven con total diligencia sino protegida por el gobierno, pero sí, impunes y como si nada. Estamos ante un Estado Plurinacional de doble cara, reversible, que aparece y desaparece el derecho según el rostro de su contraparte opositora. Mientras que la tortura se prohíbe en unos casos, refrendando los convenios internacionales, se practica y ampara en los otros. Así el Estado, “democrático”, no está dispuesto a ceder esta prerrogativa, sino que mantiene la decisión de conservarla y utilizarla. Es por eso que la tortura (prohibida para unos, pero permitida para otros, atroz e innecesaria) es de tratamiento difícil dentro de un Estado llamado democrático, pero, llano hacia afuera ante sus pares del Alba.
En una cultura que ha hecho de la desaparición una forma de ejercicio del poder (Marcelo Quiroga Santa Cruz, Cristian Urresti, José María Bacovic, Marco Antonio Aramayo, esposos Andrade, “terroristas” del Hotel Las Américas, Anali Huaycho y otros), no puede extrañar esta aparición y desaparición mágica del derecho. A ello corresponde el uso del tormento. El gobierno niega su utilización y finge sorpresa ante las denuncias, en una maniobra de sustracción de la realidad de la tortura a la mirada pública. Pero al mismo tiempo que hacen esto, exhiben el uso de la tortura de mil maneras: Jeanine Añez, Fernando Camacho, Cesar Apaza -sólo como ejemplo- y, muchísimos otros más, invisibilizados por la prensa mediática oficialista. La exhibición aterrorizante de las formas más atroces de tortura por parte las redes criminales del narcotráfico, obviamente protegidas por algún ala del Estado/gobierno y otros corporativos con formato democrático (interculturales) en los que, la televisión y medios paraestatales introducen en sus editoriales y programas, naturalizando la tortura por parte de policías, jueces, fiscales y abogados, que se confunden tanto en la pantalla como en la realidad, por la manipulación neofascista de sus massmedias. Esta tortura negada pero que aparece por todos lados es parte del “juego desaparecedor”. Para que la desaparición tenga su efecto aterrador es necesario mostrar y negar su existencia sin señalar la mano que la realiza, para no asumir la responsabilidad. Cuando el Estado opta por la desaparición de personas y su tormento ilimitado, presenta este abuso como una batalla por la verdad. La defiende como forma de arrancarle información relevante a un supuesto enemigo y así desenmascararlo, penetrar en su verdad. También en ciertos ámbitos políticos y sociales se entiende la tortura como una especie de tribunal de alguna verdad ideológica, política o moral, que termina validándola. Toda verdad es incierta y parcial: la que produce la tortura, la que revela el testimonio, la que construye la historia; toda verdad, como una linterna, al iluminar un espacio deja otros en la sombra. Pero la supuesta verdad de la tortura, es una linterna empuñada por el torturador y su lógica.
Si por un instante la invertimos y apuntamos hacia el rostro de los perpetradores del Estado, la práctica de la tortura en la actual democracia ilumina otra verdad que ha permanecido en la penumbra. Esa verdad es que, con tal de mantener el control del Estado Plurinacional, la actual “democracia” parece dispuesta a conservar todas las prerrogativas del poder, toda su fuerza y toda su impunidad, en una cercanía inquietante con el absolutismo y con el totalitarismo del que alguna vez quisieron separarse cuando hicieron campaña el 2005 y se desenmascararon posteriormente ya en el poder. Así pues, el testimonio de la tortura desnuda la impunidad, la arbitrariedad, la corrupción, pero sobre todo la doble cara del poder, que se autolimita frente a unos para desatarse por completo frente al Otro. También pone al descubierto la irrelevancia del reclamo heroico -que no ético-, incapaz de abordar el asunto como lo que es: una tecnología de poder, de alta eficiencia, aunque, por supuesto ni infalible ni todopoderosa. Cubriendo y descubriendo, iluminando y dejando en las sombras, más que prueba de verdad última, la tortura parece ser una prueba de falsedad; falsedad principalmente de la índole del poder que la aplica y de los argumentos que la justifican, directa o indirectamente, sobre una población y clase política, que poco o nada puede hacer por falta de una fuerte cohesión social y política, que ponga fin a esta amenaza de tortura permanente que pretende erigirse el 2025 como poder total, absoluto y cruel.