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jueves, 25 / abril / 2024

La misteriosa muerte de Marilyn Monroe: mala praxis, locura hereditaria y su dolor por el abandono y el abuso

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El obituario del lunes 6 de agosto de 1962 en Los Angeles Times la describe como “una belleza perturbada que no logró encontrar la felicidad como la estrella más brillante de Hollywood”. Marilyn Monroe había sido encontrada muerta el día anterior en su casa de Brentwood por una aparente sobredosis de pastillas para dormir. Tenía 36 años.

El psiquiatra Ralph Greenson tuvo que romper la ventana del cuarto de la actriz, que se había encerrado con llave y no respondía a los insistentes gritos de su mucama. Eran las 3.30 de la madrugada cuando la vio boca abajo sobre su cama, con el auricular del teléfono en la mano y apenas tapada con una sábana blanca y una manta color champagne.

Estaba desnuda, como si en un último gesto de divismo hubiera querido inmortalizar también su cita más famosa. Una década antes había relatado la anécdota a la revista Life: “Un tipo me preguntó, ‘Marilyn, ¿qué usás para ir a la cama?’ Le dije, ‘Yo solo uso Chanel No. 5’”. La mujer más deseada de la historia acababa de convertirse en mito.

Los forenses confirmarían después que llevaba muerta alrededor de seis horas. Entre la gran cantidad de medicación que guardaba en su mesa de luz, había un frasco vacío de Nembutal. En la etiqueta se leía que las 50 cápsulas habían sido prescriptas por el Dr. Hyman Engelberg. El psiquiatra aseguraría a los investigadores que la receta no tenía más de tres días, y que la dosis indicada era de una pastilla por noche. Fue él quien declaró el deceso de su paciente a las 3.50 de ese 5 de agosto, y también quien llamó a la policía de Los Angeles media hora más tarde y dio el aviso que daría la vuelta al mundo: “Soy el médico de Marilyn Monroe. Estoy en su residencia. Ella se suicidó”.

Greenson lo había despertado con la noticia; trabajaban juntos como terapeutas de Monroe desde que la rubia preferida de la Era Dorada de Hollywood se mudó de Nueva York a la Costa Oeste. Su psiquiatra de Manhattan, Marianne Kris, le recomendó a Greenson –que también atendía a estrellas como sus amigos Vivien Leigh y Marlon Brando–, cuando viajó para filmar Una Eva y Dos Adanes, en 1959. El médico ya estaba acostumbrado a tratar a las figuras fuera de su consultorio de Santa Monica y visitarlos en sus casas para garantizarles privacidad. Con Marilyn, desde el principio la relación fue más intensa y personal: las sesiones se extendían durante horas, y tenían lugar varias veces a la semana, y su dependencia fue en aumento.

Como Kris le había advertido que la actriz había desarrollado una adicción a los psicotrópicos y que se las arreglaba para cambiar de doctores y conseguir recetas con facilidad, sumó al equipo a Engelberg para que se ocupara de controlar la medicación. Para no perder la confianza de su paciente, e impedir que buscara conseguir las prescripciones en otro lado, los médicos llegaron a un acuerdo, que para algunos fue lo que la terminó matando. El Dr. Engelberg le recetaba a Monroe toda la medicación que pedía, y el Dr. Greenson, con acceso a su casa, tiraba las pastillas que no eran necesarias. Una distracción en ese sistema tan permeable a errores humanos habría hecho que la actriz acumulara la dosis fatal de Nembutal por la que perdió la vida. Sin conspiraciones ni más misterio que el de una mente acosada por el espectro de la locura hereditaria, el dolor del abandono y el abuso, la paradoja de la traición y la inseguridad pese a ser el emblema de la belleza femenina –de lo que ella misma de cuenta en sus cartas, diarios y poemas–, y la simple realidad de haber sido víctima de mala praxis médica, traicionada hasta el final por las últimas personas en las que confió para salvarse.

Greenson fue, de hecho, el último en hablar con Marilyn en la noche del sábado 4 de agosto de 1962. En esa conversación, que duró aproximadamente una hora, la actriz le dijo que no podía dormir y le confió que tenía en su casa Nembutal. Engelberg tenía problemas familiares y había duplicado la prescripción, olvidando además que hacía un tiempo que intentaba que Monroe reemplazara ese medicamento por otro similar, por lo que había bajado su tolerancia habitual a la ingesta, de por sí altísima. Y Greenson tenía planeada una comida, y solo atinó a sugerirle a esa rubia frágil al otro lado de la línea que saliera a caminar por la playa para despejarse. Cuando la encontró, varias horas más tarde, Marilyn todavía tenía el teléfono en la mano. Se había aferrado hasta el final a la terapia.

Fue en Manhattan y a partir de las clases en el Actor’s Studio con su maestro Lee Strasberg–al que llegó por medio del director Elia Kazan, con quien tuvo un romance durante un año–, que Marilyn se embarcó en el psicoanálisis, de rigor para los célebres alumnos del templo del método Stanislavski en los Estados Unidos, por el que pasaron, entre otros, Brando, James Dean, Anne Bancroft y Paul Newman.

Había empezado a estudiar con Strasberg en 1955, el mismo año en que La comezón del séptimo año empapeló la ciudad –y el resto del Planeta– con su imagen más icónica: la diva con la sonrisa ingenua y vivaz de una niña descubierta en plena travesura, las piernas también descubiertas, y perfectas, las manos sobre la falda tableada del vestido blanco de cuello halter que igual vuela vaporoso, presa del aire que brota de una rejilla del subterráneo neoyorquino. Su vigencia es tal, que más de medio siglo después, en 2011, el diseño del vestuarista William Travilla, que fue parte de la colección de memorabilia de la actriz Debbie Reynolds, fue subastado por US$5,6 millones.

Pero la protagonista de aquel póster era una chica tímida de 29 años, que llegaba sobre la hora a sus clases de actuación y se sentaba en la última fila, a cara lavada y con la melena platinada siempre bajo un pañuelo para no llamar la atención, aunque eso fuera imposible. En uno de los primeros ejercicios de memoria emotiva frente al grupo, tuvo que recordar un momento de su vida, los olores, lo que veía, y la ropa que llevaba puesta. Entonces, con la misma voz dulce y susurrante con la que meses antes de morir le cantó el Feliz Cumpleaños a John F. Kennedy, se describió sola en un cuarto al que entró un hombre. Sus compañeros de teatro recuerdan que la profesora a cargo la interrumpió y le pidió que solo contara lo que veía y escuchaba, no lo que sentía. Y que mientras hablaba de su ropa y de lo que ese hombre le había dicho, lloró desconsoladamente hasta el final del ejercicio.

No tenía aún 30 años y ya era la actriz más popular de todos los tiempos, la imagen viva de la sensualidad y la gracia. Acababa de divorciarse de su segundo marido, el beisbolista Joe DiMaggio, a solo nueve meses de su casamiento; había sido la principal atracción de las tropas americanas de Corea, y era la dueña de los camarines más grandes de los estudios Fox, que habían encontrado en ella la mejor versión de un personaje tan estereotipado como efectivo: la rubia –radiante y– tonta. Cuando a principios de los 50 se filtraron las fotos que había hecho desnuda para un almanaque, admitió: “Tenía hambre”. El público la perdonó sin conocer aún los detalles de su infancia traumática, había algo en ella que conmovía por igual a varones y mujeres, esa vulnerabilidad innata que Norma Jeane Mortenson Baker traía con ella mucho antes de ser rubia. No tenía aún 30 años y por momentos ya era una mujer devastada, un manojo de inseguridades que se obligaba a esconder detrás del símbolo sexual que sería para siempre Marilyn Monroe.

Por entonces comenzó a tomar clases particulares con Strasberg, a quien legó todos sus efectos personales, incluyendo las cartas, grabaciones y poemas que componen el libro Fragmentos (2010), puerta de entrada a los pliegues del misterio de una personalidad atormentada y durante años infravalorada bajo el personaje que entendió que le tocaba jugar. Para esa chica que había crecido en orfanatos y hogares adoptivos, sin conocer jamás a su padre, y con una madre esquizofrénica que entraba y salía de clínicas psiquiátricas, el maestro se convirtió en una figura absoluta, paterna. “Después de Arthur (Miller, su tercer marido), Lee es la persona que más me cambió la vida”, lo describía. Entre esos cambios, tal vez el más fundamental fue convencerla de la necesidad de abrir su inconsciente y bucear en las raíces de sus traumas infantiles y su vínculo con los hombres, en función de su carrera actoral.

Su primera psiquiatra fue Margaret Hohenberg. Con ella llegó a hacer hasta cinco sesiones semanales, a veces en presencia de Strasberg, en las que era grabada mientras rememoraba hechos dolorosos de su pasado. Marilyn también transcribió esas memorias en distintos cuadernos, hojas sueltas tipeadas luego a máquina por su asistente, y anotadores de los hoteles en los que se alojaba en Nueva York, como el Waldorf Astoria. En ellos narra (como en recortes, en fragmentos, precisamente) el abuso sexual que sufrió en 1937, cuando solo tenía 11 años –había nacido el 1ro de junio de 1926–, y cómo fue castigada al contárselo a la institutriz evangelista que estaba a su cargo en esa época: “No seré castigada ni amenazada, ni van a dejar de amarme ni voy a arder en el infierno con la gente mala sintiendo que yo también soy mala. No voy a tener miedo ni vergüenza de que vean mis genitales ni mis sentimientos”. También, cómo se casó a los 16 años con James Dougherty, entonces de 21 y uno de los pocos chicos que no le daban “asco sexual” menos por amor que por soledad y por la necesidad de ser rescatada por un hombre que la sacara de su vida de orfanatos.

Dougherty también compró el papel del salvador de la pobre damisela que dejó la secundaria para casarse con él, pero la ilusión duró poco, y Norma se sintió rápidamente rechazada: “Mi primer impulso fue de sometimiento total, de humillación, de confinamiento ante el homólogo masculino”, escribe. Se divorciaron en septiembre de 1946. Esa experiencia es para Marilyn un punzante disparador de su vulnerabilidad frente a los varones, y la herida abierta de la destrucción del amor idealista: “Ahora lo que hago es engañarme, porque si tuviera un último acto, retrataría a una heroína sufriendo valerosamente en su intento de ponerlo todo a un lado apelando a la protección de un hombre desconocido”.

En otro apunte, relata un sueño en el que el protagonista es Strasberg, en el papel de un cirujano, el mejor, dispuesto a “cortarla y abrirla al medio”; “adentro no había nada”, concluye finalmente. “Sola!! Estoy sola y siempre voy a estar sola, no importa lo que pase”, es la frase con la que arranca otro de los cuadernos. Cuando en 1952 conoció a la ex estrella de los New York Yankees Joe DiMaggio, encontró de algún modo la protección que buscaba, aunque su esencia, pasara lo que pasara, fuera la soledad. Se casaron en San Francisco en enero de 1954, y aunque el matrimonio fue express, él la quiso para siempre.

Miller, en cambio, fue su gran amor, y el hombre por el que más sufrió. Lo conoció por medio de Kazan, se reencontraron en casa del productor de La comezón del Séptimo Año, en 1956, cuando el dramaturgo todavía estaba casado con su primera mujer, y el flechazo fue inmediato. Se casaron en junio de ese año, dos días después de que ella se convirtiera al judaísmo en una ceremonia en la que Strasberg cumplió formalmente el rol de padre. Desde el primer momento, la actriz se sintió a prueba frente a ese hombre que le provocaba más admiración que ningún otro, porque el miedo a decepcionarlo, a que la encontrara vacía, como su maestro en su sueño, era infinito.

En los primeros años, fueron felices. Se mudaron al departamento de Marilyn en Nueva York, y ella se hizo amiga de Truman Capote y entró en un círculo al que siempre había querido pertenecer: el de sus ídolos literarios. Lectora de Joyce, Dostoievski, Hemingway, Korouac y Beckett, encontró en Miller y en sus amistades, que se fascinaban ante la presencia de la diva, una fuente permanente de recomendaciones culturales que por fin la alejaban de la “rubia tonta”, aunque los medios solo vieran en esa pareja una versión glamorosa de la bella y la bestia, y se burlaran abiertamente de su foto leyendo el Ulises.

“Me preocupa tanto proteger a Arthur, lo amo tanto –y es la única persona– ser humano que haya conocido que no solo amo como hombre sino que me atrae fuera de todos mis sentidos. Porque es la única persona en la que confío tanto como en mí, porque cuando logro confiar en mí (sobre ciertas cosas), lo hago totalmente”, escribe. Tal vez por eso, cuando ella entró en una espiral de culpa por las sucesivas pérdidas de embarazos que la llevaron a abusar más del alcohol y las pastillas, y en medio de la tensión descubrió que él la engañaba con una archivista de fotografía durante el rodaje de The Misfits –para la que Miller había escrito un guión basado en Marilyn–, la traición dolió el doble. Y más cuando él le dijo que estaba enamorado de esa mujer, con la que luego se casó.

Monroe volvió de esa filmación en el desierto de Nevada para anunciar su separación del hombre de su vida, y tres meses más tarde, en febrero de 1961 fue internada en la clínica psiquiátrica Payne Whitney por orden de la Dra. Kris, que indicó una cura de descanso. Una vez ingresada, fue tratada como una paciente psicótica, vestida con ropas de hospital y forzada a baños compulsivos. Desde ahí le escribió a Greenson contándole que estaba siendo sometida a tratos inhumanos en una celda, y también se contactó con Strasberg y la Dra. Kris. Pero fue Joe DiMaggio el que la rescató del psiquiátrico, contra las indicaciones de todos los médicos y bajo su propia responsabilidad. En la Navidad siguiente tuvieron algo parecido a una reconciliación cuando el deportista le mandó un enorme ramo de flores.

De sus tres ex maridos, el beisbolista fue el único que voló a Los Angeles el 5 de agosto de 1962. Marilyn, finalmente, había muerto tan sola como había vivido, y las autoridades decidieron llamarlo a él. Fue DiMaggio quien se ocupó del funeral, y le prohibió la entrada a casi todos los directores, productores y actores de los estudios. La nota de The New York Times dice que antes de dejar el cementerio, se inclinó sobre el féretro y le dijo varias veces que la amaba. El tiempo resumiría la historia de esa leyenda una canción de Bernie Taupie y Elton John: “Hollywood creó una superestrella/ Y el dolor fue el precio que pagaste/ Incluso en la hora de tu muerte/ La prensa seguía acosándote/ lo único que se les ocurrió decir a los periódicos/ fue que a Marilyn la encontraron desnuda”.

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