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jueves, 25 / abril / 2024

Memorias de la fiesta grande, relato de Rolando Pérez

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Después de la oración, luego de tocar a repique las campanas, en la hora misteriosa del ángelus, permanezco rumiando con amargura los recuerdos de aquel día fatídico cuando un ventarrón endemoniado impidió que pudiese contar la cantidad de chunchos que vinieron para la fiesta grande. Desde entonces no han vuelto las almas de los leprosos, de aquellos que don Jerónimo de Ortiz mandó a quemar en la quebrada de Lazareto, aquellos años de la colonia. Total, ellos buscaron desde los sitios más recónditos del virreinato las aguas de los ríos cristalinos de este valle para aplacar el tormento de sus heridas. Dicen que dicen los abuelos de nuestros abuelos que desde entonces no han vuelto por estas  tierras, donde se los veía ataviados con pollerines de colores chillones, ponchillos de tela ágil y turbante adornado con plumas de color y un tul que les cubría el rostro. Con las ventiscas de fines de agosto salían a venerar al Patrón San Roque y acomodados en fila india, anunciaban su llegada con el tristón y rondo sonido de las cañas y el repiquetear seco de una cañita atada a una palmeta que acompasaba su caminar y sus lamentos convertidos en ruegos. Dicen que dicen los abuelos de nuestros abuelos, que eternamente, todos los años, las almas de los leprosos volvían del más allá y ataviados de vistosos trajes se confundían con los penitentes en las plegarias que se realizaban  en la Fiesta Grande.

Todavía quedamos para contar los acontecimientos el Padre Celedonio y yo. Todavía mantenemos la altivez que los años nos permiten, aunque reconozco que se ha encorvado mi espalda y mi pelo que antes orgullosamente describía la explosiva imagen del cactus, ahora se ve devaluada por una calva que crece sin disimulo. El padre Celedonio guarda resentido los rencores de los años de las grandes fiestas que hoy son apenas una sombra de lo que fueran entonces.

Al ritmo de sus latidos, en mi corazón resuena una caña con melancólica tristeza,  como lamentos del alma, como quejas dolientes que recuerdan las profundas heridas que se ahondan por la soledad, por las reminiscencias de un amor que guardé en silencio por temor a la ira divina y por mi voto de castidad. En fin, en mi corazón se apagan los resonares de la caña como un amor que nunca se dio.

Fue en la novena de la Fiesta Grande, cuando los campesinos llegados del valle, al son de la caña desgranaban lamentos y súplicas al Patrón San Roque, cuando todavía las puertas de las casas de la “Calle Ancha” se abrían de par en par para recibir a los parroquianos que vaciaban interminables yambuis de chicha. No había en aquellos tiempos fiesta más fastuosa ni gente mas devota para celebrarlo. Venían los promesantes desde los poblados más remotos, desde más allá de Canasmoro, Chaguaya e Iscayachi, cargando en sus aperos rosquetes, chicha y vino patero. Descolgábanse por la cuesta de la Loma cientos de bailarines llegados de sella quebrada, San Lorenzo y Karachi mayu, acompañados de las mozas que derramaban la fragancia de la albahaca y el nardo. Las calles explotaban en colores, aquello era un arcoíris de colores, aquella fue la fiesta más hermosa que se haya visto.

Quedan todavía algunos viejos en cuya memoria el tiempo parece haberse detenido y hoy somos pocos los que podemos recordar los acontecimientos sucedidos de aquel día y mal podemos tejer redes de telaraña con los pormenores de esa tarde de pesadilla.

He subido otra vez al campanario arrastrando mi humanidad cansada. Desde lo alto contemplo con tristeza la ciudad, las largas distancias del valle, las interminables quebradas erosionadas, los caminos que serpenteando se pierden en las cumbres del Sama. Contemplo también el cauce del río Guadalquivir, que no obstante su aspecto inocente, recuerdan los trágicos sucesos del último turbión que se llevó casas, sembradíos y gente. Nunca se vio turbión tan grande y destructivo, fue como un  anuncio de presagios oscuros. Al fondo, escucho como un augurio los ecos copleros de algún erque perdido que telaraña la desolación del paisaje.

Aferrado al campanario, tengo el alma transmigrada a los recuerdos, estoy otra vez en esta fiesta que se resiste al paso del tiempo como un eterno retorno. El día del encierro, recuerdo que antes de entrar a la sacristía, andaba detrás de los chunchos como vigilando su paso cansado, gozando del colorido y los petardos que despertaban el letargo de los más indiferentes. Como los cañeros promesantes atan a su caña un cintillo de color por cada año que reverencian al Patrón San Roque, yo andaba controlando que los más antiguos, que llevan más cintillos, estuvieran a la cabeza de la procesión. Son cientos de cañas que elevadas al cielo dan al campanario un encanto especial. El pueblo  es una marejada que invade las calles para ver pasar el santo. Los chunchos implorando salud elevan su voz cantando al unísono:

   De tu novenario santo

                                   Ya llegó el último día

                                   Con que corazón me aparto

                                    Roque Santo peregrino

                                   Tu calzado es de luna

                                   Tu vestido es el sol

                                   Manto bordado de estrellas

                                   Corona del mismo Dios.

Mientras yo sigo controlando la procesión, el Padre Celedonio hace rato ha comenzado la fiesta, en las chicherías de la calle ancha, en los patios atestados de feligreses que se han pasado en tragos dando rienda suelta a su alegría, pues coplero criollo como ninguno, a veces contrapuntea con los más renombrados de este valle pródigo. Coplean sus amores y andanzas y es increíble la cantidad de matecito y chicha que se ingiere. Recuerdo al sacristán, mandamás de la fiesta, coplero avezado como ninguno y admirado en leguas a la redonda, una vez lo vi amanecerse con doña Rosenda, la más mentada del valle de Concepción, contrapunteando coplas trasnochadas de picardía. Enamorado impenitente de la Paula, mujer de muslos duros y carnosos, hija de los hacendados de Guerra Huayco, que al ver al sacristán empobrecido, se han santiguado tres veces para salvar a la hija del tal pobrerío, tal que el sacristán no tiene pisada en el santuario mismo del Patrón San Roquito.

La noche anterior había soñado cosas raras, soñé que los monaguillos del templo el chusu Paita, el toncori Segovia, el ñasca Gareca, se habían comido las hostias preparadas para la comunión del día. Llevado por el presentimiento, subí al campanario y desde allí pude divisar la totalidad de los chunchos promesantes y pude contarlos dificultosamente ya que pasaban el millar de parejas. Conté desesperadamente una y otra vez. Se me erizaron los pelos al confirmar que existían más chunchos de los que se habían inscrito. De pronto mi alma estalla en mil pedazos, tanta gente los viene siguiendo sin siguiera sospechar lo que estaba ocurriendo. Con mi corazón roto por la angustia bajo corriendo las gradas del campanario, me arrimo al altar, me persigno desesperadamente, me coloco el hábito, empuñando una cruz de plata salgo a la calle, avanzo por el empedrado, resbalo y caigo una vez más en el intento de verificar el número de chunchos promesantes. Pierdo las fuerzas, invoco tu Ayuda Señor y te pido que me infundas valor. Quiero penetrar al centro de la fila, pero una muralla humana me detiene, esto parece una pirca de enredaderas y espinos. Corro de un lado a otro, algo avanzo entre las gentes que me empujan, pero es en vano. Soy una hoja arrastrada por el viento. Al fin logro romper el cerco y con mi cruz de plata comienzo el conteo, me parece que al pasar el tiempo los minutos roban mi fortaleza y huye mi alma, hasta que, casi ahogado por la desesperación logro confirmar el número de chunchos promesantes y la cantidad sobrepasa a los registrados en el libro parroquial. Trato de reconocer a los sobrantes, pero todos me parecen iguales y todos se mueven al mismo ritmo, me es imposible distinguirlos, hasta que, por fin, el traje gastado y el movimiento doloroso de su cuerpo delató a uno de ellos. Corrí angustiado, le arranque el turbante y pude observar entonces su rostro leproso y sus llagas que supuraban angustias. En ese preciso momento se desató un ventarrón de los mil demonios que se llevó las tejas de la mitad de las casas del pueblo, tumbó árboles y oscureció todo como el día del suplicio allá en el Gólgota, a la misma hora en que el señor elevaba su último suspiro. Todo oscureció, todo parecía el diluvio prometido en las sagradas escrituras, todo fue confusión, la gente huyó despavorida a refugiarse como pudo, todo se perdió en un instante.Vuelvo a la iglesia, me arrojo de rodillas al Señor y lloro mientras el viento iba acompañado de un frío intenso.

Desde entonces el río ya no es el de antes, ha ido perdiendo paulatinamente su cauce, ahora es un hilo delgado por el que corre una serpiente de agua medio sucia y a veces vientos secos y arena, pero hoy el líquido se arrastra como una agonía que en cualquier momento terminará en vapor.

Todos los años, a esta misma hora, en el día del encierro del patrón, recuerdo los sucesos de aquel fatídico día. Desde entonces no he vuelto a contar las filas de los bailarines que vienen a venerar al santo. Dicen que dicen por ahí, que todos los años vienen algunos leprosos de algún rincón perdido de estas tierras y se confunden con los chunchos promesantes del Taita Patrón San Roque.

Por: Rolando Pérez C. (El comandante)

Con afecto a D.A. Linda

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